lunes, 17 de abril de 2017

La espera.

Susana esperaba desde temprano. Sumergida en sus pensamientos, contemplaba la inmensidad del parque, su fuente, las flores y árboles dispuestos ordenadamente a su alrededor. Un dejo de impaciencia altera su paz, pero los murmullos de aquella mañana le devuelven la sonrisa y entonces la invade una sensación de bienestar que ni el ruido molesto de los automóviles, que van y vienen por la carretera adyacente, puede alterar.
Para paliar el tiempo, Susana se sumerge en sus recuerdos y traza con la imaginación un círculo que separa su mundo de la realidad latente, esa que no quiere revivir. Cierra los ojos y respira profundo con la disposición de agotar sus emociones; siente los dolores del amor, el placer del sexo, la satisfacción de haber sido una persona, una mujer de éxitos, elegante y atractiva.
Hace una pausa y simula fumar un cigarrillo, imaginando el estrés de los que siempre esperan, de aquellos que tienen tal vez la existencia vacía.

Prosigue. No todo fue dicha en su vida, pues también tuvo que rendirse, involuntariamente, a las incomprensiones, a la hipocresía de conocidos y gente querida; tuvo que resignarse a vivir con la soledad abrazándole el alma, con la desilusión partiéndole el corazón. Susana tuvo que enfrentar a los hijos que veían en ella tan sólo a la madre, abnegada y trabajadora, y que le negaban la ilusión de poder volver a enamorarse. Ciertamente le costó reconocer sus caprichos, la impaciencia que terminaba por descolocar al más equilibrado. Por ello nunca pudo volver a construir relaciones sentimentales permanentes, por lo que se volcó a simples momentos pasionales de sumo erotismo y sexo, como los tuvo en su juventud. Así llega a su memoria Javier, el escritor porteño, que contaba historias divertidas sobre bares y prostitutas en Valparaíso. Recuerda la vez que se conocieron; fue el mismo día en que se acostaron en un motel de mala muerte, para despedirse horas más tarde. Javier fue la vivencia más extravagante que ella pudo haber tenido, la más ordinaria, considerando su alcurnia; Susana Larraín, "hijita de papá", alumna de un respetable colegio particular y cristiano de Santiago, había perdido la virginidad con un bohemio.

Hace otra pausa y mira el reloj de una torre de la iglesia ubicada cerca del parque; es mediodía, ningún ser se aproxima y Susana sigue esperando, cada vez más inquieta.

Sonríe y piensa en los secretos que atesora. Una noche de lluvia en la parcela, no puede dormir y decide salir al balcón de su dormitorio. Desde lo alto contempla dos sombras que se mueven por el amplio jardín. Dos siluetas diferentes se encuentran, se acarician y besan. Primero no distingue, pero bajo un claro de luna cae en la cuenta que una es la sombra de su padre y la otra, su tía Adela. Por una cuestión de lealtad consigo misma, nunca comentó lo sucedido con nadie. El otro gran secreto fue más doloroso. Embarazada y a días que llegara Luisa, su hija mayor, descubre en la cocina a su esposo y su hermana María en pleno acto sexual. Tal fue la humillación y el poder de la rabia que las contracciones aumentaron al punto que Luisa nació ahí mismo. Ese fue el punto de quiebre con su hermana menor y el comienzo del desamor hacia su ex marido.

Susana despierta de sus recuerdos. Siente voces que se acercan, levanta la cabeza y dirige la vista hacia la entrada del parque; divisa entonces a su hermano Jorge, cada vez más canoso, pero arrogante siempre; a su lado María, la menor, avejentada y ahora con un gesto agrio en la boca. Un poco más allá ve a su hija Luisa, de nuevo enamorada, rodeada por sus hijos y su compañero. Susana se emociona y comienza a reconocer a cada uno de los integrantes de la familia, los que van quedando, que vienen en una procesión detrás del ataúd oscuro que trae consigo el brillo del sol.

Susana se estremece, siente frío y hace un ademán para aferrarse a sí misma. El grupo se detiene frente a ella, de entre la multitud aparece Genaro, su último amante y mejor amigo que por esas casualidades de la vida fue el gran amor de María, la menor. Dos hombres bajan cuidadosamente el ataúd hacia el fondo de la tierra, mientras los asistentes se cubren de sollozos y el cielo se abre dejando volar a sus pájaros sobre el cementerio.

Cuando los mortales se van, Susana queda sumida en un solemne silencio.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario