lunes, 17 de abril de 2017

El mentiroso.

Nació de una mentira, una mentira de amor.

Su madre, una mujer sencilla, trabajaba como vendedora de cigarrillos en un bar de mala muerte, esmerándose cada día y de muchas maneras para salir de la miseria y escapar de la violencia y los vicios que la azotaban. En ocasiones, la mujer se iba con alguno de los parroquianos, perdiéndose en el hedor de la noche, con la ilusión de ganar más dinero. En una de esas citas conoció a un acaudalado hombre de negocios, Pedro Araoz de la Zeta, adicto a los bares y prostíbulos populares. La mujer, Ema era su nombre, irradiaba la energía positiva que el hombre requería para seguir viviendo a pesar de muchas enfermedades que ni todo su dinero le había ayudado a vencer. Con el paso del tiempo, fuera por gratitud o quizás por amor, Ema aceptó ser su amante y compañera, por lo que se fue a vivir con él para gozar del mundo de la opulencia, aquel de las apariencias, el dinero y el poder, que sólo a los ricos les estaba permitido. Don Pedro, su protector, la convirtió en la cortesana preferida de las veladas sociales, por lo que ella tuvo un tiempo de luces y lujos, también de mucho cuidado, pues el aristócrata se esmeraba en que la chica se sintiera emocionalmente apoyada.

Durante la Fiesta de la Primavera, Ema conoció al joven Hidalgo con quien mantuvo una relación extraña y apasionada. El muchacho, habiendo sucumbido al encanto de la cortesana, le rogó que se fuera con él, pero Ema lo mantuvo a distancia, ignorándolo un buen tiempo, hasta que una noche de luna llena, sucumbió a las caricias y besos del conquistador. Aquel episodio tuvo, entre otras consecuencias, un embarazo no deseado. Hidalgo, al enterarse de la noticia y luego de haber prometido el oro y el moro, hizo su equipaje y se perdió en silencio, dejando a Ema sumida en promesas y sueños que nunca vieron la luz. La cortesana guardó el secreto y nunca le contó a su protector de esa aventura y cuando constató el embarazo, le dijo simplemente que era su hijo, algo que el aristócrata nunca le creyó, pero que terminó aceptando en nombre del amor que Ema le inspiraba. Crisosto llegó a la vida meses antes que don Pedro cerrara los ojos definitivamente.

El hijo de la cortesana, como era conocida Ema, se convirtió en el centro de atención de jovencitas y mujeres maduras ávidas de aventuras. Muchas de ellas conocieron la desilusión de promesas no cumplidas, otras fueron simplemente una fuente de ingresos que lo mantuvieron, ciegas de amor y deseo. Crisosto no tenía límites ni prejuicios cuando se trataba de conseguir algún fin (había leído a Maquiavelo): readecuó la historia de su vida y desapareció por un tiempo, contando a la vuelta que había intentado enrolarse en las filas norteamericanas, para combatir a los alemanes, pero que no lo habían aceptado por cuestiones de salud, contó que había estado un tiempo en Buenos Aires y que se había codeado con la clase política, por lo que estaba seguro de ser un buen nexo con Chile. A su regreso a Santiago lo sorprendió la muerte de su madre, quien había partido triste y endeudada de este mundo. Ema fue víctima de la nostalgia y el desamor de su hijo quien a esas alturas de su existencia tenía, literalmente, los bolsillos vacíos. Pero el muchacho nunca desesperaba, pues siempre contaba con una damisela que lo sacaba de aquellos aprietos. Así transcurrió su vida, entre deudas, alcohol, sexo, amenazas de sus enemigos, que aumentaban, promesas que nunca cumplió y sus oraciones, pues el hombre era un ferviente creyente (atributo que había heredado de su madre). Con el tiempo pasó de ser un tipo interesante a una persona por quien la mayoría de los individuos, del círculo en el que se desenvolvía, sentía desprecio. Su relación con las burguesas y protectoras se fue diluyendo, hasta quedar en nada. No tuvo descendencia conocida y sus últimos días los pasó en un conventillo similar al que había acogido a su madre antes de su muerte.

En medio del frío y la soledad del invierno de Santiago, Crisosto cerró sus ojos con la certeza que la existencia de Dios había sido la única verdad en su agitada vida.

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