lunes, 17 de abril de 2017

Hanna.

Al momento de su orgasmo, cogió mis nalgas fuertemente con sus manos, reuniendo su cuerpo y el mío con una pasión desaforada. Levantó su cabeza y gimió como si se fuera a morir. Una vez concluida su agitación, se quedó temblando sobre la cama. Cuando estuvo deliciosamente tumbada y tratando de recuperar la consciencia, buscó mi mano y la depositó sobre su pecho aún transpirado. “Siente”, me dijo y se quedó quieta. Su corazón era una bomba a punto de explosionar; sus ojos, que hacía rato los había fijado en los míos, me quemaban. Era una mirada que mezclaba el placer recién obtenido, con un dejo de incertidumbre (o por lo menos eso me pareció). Estuvimos un buen rato callados, con mi mano sobre su seno húmedo y blanco, cuyo latido traspasaba la piel. La habitación se llenó de un silencio interrumpido de vez en cuando por la bulla de la calle, transeúntes y bocinazos que vivían su propia rutina. No sé cuántos fueron los minutos que se sucedieron, entonces suspiró y, sin perder la postura que había adoptado, entrelazó su mano con la mía. “Te das cuenta de todo lo que provocas en mí?”. La miré sin poder descifrar lo que me decía. “No entiendo a qué te refieres”, respondí inquieto. “A todo lo que me provocas, a lo que me incitas, a todo aquello que nunca hubiera creído que alguien inspiraría en mí, luego de tantos episodios tristes. A eso me refiero”. Me sentí conmovido por un instante, ante ese reconocimiento, pero me asaltó la inquietud de no lograr comprender cabalmente la finalidad de ese diálogo. Pensé, por un momento, que ella había optado por hablar de nosotros como algo más que dos seres que durante tanto tiempo se habían buscado para dispensarse placer y un grado mínimo de ternura (para que no tuviéramos que complicarnos con la idea que entre nosotros había sólo sexo), con el propósito de no caer totalmente en las garras de la temible soledad. Esa situación me sacaba de la rutina que ambos manejábamos hacía un buen tiempo, por lo que no supe si alegrarme o preocuparme. “Al parecer te he sorprendido”, expresó levantándose para poner su cabeza sobre mi pecho. Jugueteó con sus dedos trazando caminos invisibles sobre mi piel, hasta que finalmente los deposító sobre mis labios. Entonces se acercó y me besó profundamente.

Nos conocimos casualmente en el “Pendel” un café del centro de la ciudad de Bonn, donde generalmente se reúnen universitarios e intelectuales ávidos de aventuras o simplemente con el propósito de amenguar el estrés cotidiano. Era sábado por la tarde y luego de haber hecho algunas compras, me dirigí hasta el Starbucks, cerca del correo. Como el local estaba lleno, decidí asilarme del frío otoñal en mi segunda opción, para que nos cobijara a mí y a la novela de turno que estaba degustando y para escribir algunas notas que publicaría más tarde en mi blog. El Pendel siempre era una buena elección, por su música y ambiente. Al momento de mi llegada había tan sólo dos mesas desocupadas. Una de ellas, la más pequeña (que alcanzaba apenas para tres personas) se ubicaba en un rincón bien acogedor, en la zona de los no fumadores. Me senté dándole la espalda al muro, por lo que me fue posible encontrar una sana entretención observando el movimiento permanente al interior del local. Se acercó la mesera y le pedí un espresso con un sandwich de jamón y queso en pan de molde. Veinte minutos más tarde solicité otro espresso y un Cardenal Mendoza, el brandy más exquisito que he probado. Entonces imaginé a Holger mirándome y comentando “el Cardenal Mendoza es mi nexo con la Iglesia Católica”. Mientras recreaba la anécdota de mi amigo, apareció ante mí una mujer atractiva y bien vestida, que utilizando un alemás culto me preguntó si era posible compartir la mesa. La verdad es que no había caído en la cuenta que el recinto había agotado su capacidad y que lo único libre que quedaba eran las dos sillas que bordeaban mi mesa. Asentí levantándome para ayudarla a ordenar sus cosas sobre la tercera silla; un par de libros y paquetes de tiendas exclusivas. Agradeció mi gesto y dirigiéndose a la mesera que ya se había dispuesto a su lado, le pidió un té verde y un pedazo de kuchen de quesillo. “Gracias por permitirme ubicarme acá conusted. Lo cierto es que a esta hora están todos los buenos locales llenos de gente”, me dijo mientras se ponía cómoda entrelazando sus esbeltas piernas que se ocultaban bajo medias oscuras. “No es ningún problema, a fin de cuentas ya había decidido irme”, respondí con un inexplicable rubor en las mejillas. “Permítame, por lo menos, invitarle a un espresso o un brandy, que según veo es lo que ha estado bebiendo”. Por cortesía terminé aceptando el ofrecimiento. La camarera llegó con su té y el kuchen, que mi compañera circunstancial comió placenteramente. Me deslumbró su estilo y la forma en que se arreglaba la falda. Me recordó aquellos tiempos en que las señoritas ordenaban cuidadosamente los pliegues de sus faldas, como una fiel muestra de la naturaleza femenina que las caracterizaba y en ella, esa característica, pasada de moda para algunas féminas, era notoria. “Por su acento, me imagino que es usted extranjero”, preguntó. “Si, soy sudamericano”, respondí escuetamente. “Ahhh, qué bien y de qué parte de Sudamérica?.” “Vengo de Chile”, dije mientras vaciaba la última gota de brandy. “Chile...” expresó perdiéndose por un instante en quien sabe qué cavilación. “Bonito país, de gente interesante. Recuerdo haber viajado en el tren hacia el sur con mi marido. Llegamos hasta Temuco. Me podría responder a una pregunta bastante personal?”. No me demoré en responder afirmativamente. “Qué lo trajo a Alemania, considerando lo hermoso que es su país y lo disímil que es la mentalidad de ambos pueblos?”. Entonces le conté algo de mi historia personal, mi matrimonio con Carmen, el divorcio en Alemania y las ganas de estudiar un doctorado en Ciencias Políticas. “Interesante, pero sin mucho campo por estos días. Los tiempos modernos no requieren de profesionales competentes que aporten al desarrollo político y cultural de las masas, sino más bien de opinólogos que motiven en ellas el sensacionalismo, porque es lo que vende, lo que la dirigencia de todos los partidos necesita para seguir aferrada al poder”. Dio un suspiro y sonrió, mientras terminaba de vaciar la taza. La camarera, que nos observaba inquieta hacía un buen rato, aprovechó la pausa para acercarse rápidamente y disponer platos, tazas y vasos sobre su bandeja, fugándose antes que yo pudiera solicitarle algo. A los dos minutos volvió para preguntar si deseábamos tomar alguna otra cosa. “Disculpe, pero hemos hablado hasta de cuestiones personales, por lo menos mías, y aún no nos hemos presentado”, dije con cierta coquetería. “Me llamo Hanna Herzfeld, pero me puede decir simplemente Hanna”, reveló extendiendo su mano blanca, mientras en su rostro se encendía una sonrisa, en la que sobresalían sus ojos visiblemente azules. “Me llamo Gonzalo Bustamante”. Encargamos dos brandys y continuamos explayándonos sobre la sociedad y la cultura actual. “Me encanta Roberto Bolaños, pero por momentos me parece demasiado depresivo. De vuestros poetas, de todas maneras Neruda”.

Aquella vez Hanna pagó la cuenta, aduciendo que me debía aquel momento grato. “Hacía bastante tiempo que no hablaba de tantas cosas universales, creo que desde que mi marido y yo nos separamos. Saber de su procedencia, Gonzalo, me ha hecho recordar aquellos viejos tiempos, en los que la felicidad abundaba”. Nos despedimos con un apretón de manos. “Hanna, ha sido un verdadero placer conocerla. Es una pena salir de este local sin la ilusión de volverla ver”. Me miró con cierta irritación y pensé que mis impulsos me habían jugado una vez más una mala pasada. “Creo que hay que confiar en el destino”. Entonces se levantó, tomó sus cosas y partió hacia la calle. Salí tras ella para disculparme (aunque no tenía muy claro el motivo), pero tan sólo logré toparme con un viento helado que penetraba la piel.

Hanna fue un extraño recuerdo que por varias semanas se mantuvo en el top ten de mis pensamientos, pero a medida que fui razonando todo lo que había sucedido, el interés por saber de ella fue declinando paulatinamente. En ocasiones me había sorprendido entrando al Pendel con el objetivo de verificar su presencia, pero en cada oportunidad tuve que asumir que lo ocurrido había sido solamente una casualidad y que ella no había demostrado de ninguna manera siquiera una pizca de interés por formalizar un reencuentro. Lo que en un principio me pareció hasta excitante, luego me produjo irritación. Decidí dar vuelta la hoja y concentrarme en la visita con la que disfrutaría el fin de semana.

Daniela estudiaba en Frankfurt y nos habíamos conocido durante unas cortas vacaciones en Mallorca. Ella y unas amigas habían decidido preparar un trabajo sobre la influencia del turismo masivo en la ecología de la isla. Mientras tomábamos unas copas, miraditas iban y venían. Me decidí a abordarla a pesar de sus dos amigas, que no mostraban intenciones de moverse del lugar, por lo que nos quedamos los cuatro hablando de temas convencionales y simples. Daniela laboraba para una ONG alemana, que de vez en cuando desarrollaba estudios ambientales para empresas y gobiernos regionales. No era la típica chica- alternativa de ropa artesanal, sino más bien alguien de buena cuna que mantenía un compromiso con el cuidado del planeta. Su padre, un biólogo y catedrático de la Universidad de Bonn, la había influido por su amor a la naturaleza y todo lo que estaba relacionado con ella. “Desde muy pequeña, mi padre nos llevó a mis hermanos y a mí a buscar hojas, insectos y hasta fósiles en la región del Eifel”, me había comentado con bastante orgullo.

Habíamos acordado vernos temprano el sábado para tomar el desayuno en la Teehaus (casa del té) en pleno centro de Bonn, para posteriormente realizar un breve tour en bicicleta bordeando el Rhein hasta el histórico pueblito llamado Linz. Con buen tiempo el paisaje es genial, pero incluso con llovizna es un recorrido interesante. Cuando habíamos terminado de pagar y nos disponíamos a abandonar el local, una voz que yo reconocí al instante, me saludó inesperadamente. Sorprendido, volví la mirada hacia atrás y la vi tan distinguida y más deliciosa que el día que nos habíamos conocido.

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