lunes, 6 de febrero de 2017

Con frío en el corazón.

Nerviosa, juega con sus manos, mira por la ventana que da a la calle y piensa lo que la conciencia le permite. Las paredes blancas del hospital público le parecen un recopilatorio de penas, frustraciones, muerte y una que otra sonrisa casual que el tiempo le roba a las personas que, por razones diversas, pasan por ahí. A su lado se sienta una mujer regordete, viuda, según le comenta luego. Afuera, un roedor se nutre con desperdicios, mientras la bulla de automóviles y buses, rompe esa monotonía aplastante. Llueve...llueve?, se pregunta. "No, María, no llueve - se responde - es la tragedia de tu secreto que se vierte en lágrimas, es tu dolor, la desesperación de no saber hacia dónde ir; es la soledad que te apabulla, el miedo a la certeza". La viuda se levanta, tatarea un tango, y se dirige al mesón de la recepción, vuelve, mira a la muchacha y sonríe. María se cansa de esperar, de vomitar, de plantearse esto y lo otro; de mantener esa sensación de equivocarse permanentemente. Mira su reloj que marca las doce; está cansada de construir castillos en el aire.
Para apaciguar la rutina de esas horas, y mientras sigue esperando el turno, María sale a la calle, respira hondo y se vuelca hacia el pasado, hacia los recuerdos de infancia, en el campamento de la playa en Los Vilos. Ahí se reúne con sus padres, sus hermanos, los vecinos de varias latitudes de Santiago; familias numerosas que llegan al lugar en camionetas y automóviles cargados con enseres, alimentos y todo lo necesario para disfrutar de dos meses de soleadas vacaciones a orillas del mar. Su madre, dueña de casa, organiza el grupo y cada cual recibe su tarea. Sus hermanas y hermanos mayores, que generalmente viajan con sus parejas, se encargan de la limpieza y orden de las carpas. El padre, constructor civil, levanta, unas cuadras más allá, la vivienda de la playa. La pequeña María ayuda en labores domésticas y desarrolla el interés por el arte culinario. Los días en Los Vilos siempre son un regalo de Dios que, la ahora mujer, mantiene presente como una manera de palear las tragedias que el destino le escribe cada mañana y es en ese minuto de respiro en el que converge lo mejor de su vida, una alianza entre su pasado y presente que le otorga el equilibrio para ser, estar y existir. La chica vuelve a la sala y observa que todo sigue igual: la viuda y su frasco de pastillas, la escalera apoyada en el armario y una naranja sobre el mesón de la secretaria, que ha gritado su nombre dos veces. Entonces María se dirige con paso lento hacia la pieza donde la espera el oncólogo.

Entre sus manos, la muchacha guarda una foto de Antonio, su gran amor y talismán.
Alex Sepúlveda Espinoza
(chileno)