jueves, 20 de abril de 2017

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lunes, 17 de abril de 2017

El último adiós.

1945, en plena Segunda Guerra Mundial, en la pequeña ciudad de Euskirchen, familias enteras corrían desesperadamente para salvar el pellejo del ataque aéreo con el que las fuerzas aliadas pretendían lograr la rendición rápida de esa zona industrial germana. El silbido de las bombas había comenzado a extenderse por toda la región del Rhein desde la madrugada de ese día. El poder defensivo de Alemania era casi nulo, porque los soldados que estaban a cargo de la defensa antiaérea habían abandonado sus puestos de combate con la finalidad de rendirse incondicionalmente a los norteamericanos, que ya habían traspasado el Rhein. Sabían que si caían en manos de los rusos, sus horas estaban contadas. 

Los sótanos hacinados los repletaban ancianos, mujeres y niños asustados, hambrientos e indefensos, todos compartiendo un mismo destino y envueltos en su propia miseria; llevando consigo ese olor propio de la guerra que al parecer es el de los que saben que pronto van a morir. En un rincón de esa gran habitación, carente de ventanas, un joven hablaba con su madre tratándola de convencer que lo dejara partir. Ella lloraba balbuceando que no tendría oportunidad alguna de sortear el infierno que cubría la ciudad. El muchacho, entonces, se quedó con ella. Unos pasos más allá un hombre cubría con sus brazos a un bebé que no era el suyo y a su lado, una mujer vieja y cansada tosía desgarradormente hasta vomitar sangre. Afuera, las bombas habían hecho una pausa, dejando un cuadro gris, impregnado por el hedor de los muertos. 

Inesperadamente, se pudo oir el ruido de varios camiones. Eran grupos de soldados pertenecientes a las SS, que andaban controlando a los alemanes que osaban poner una bandera blanca en sus ventanas como senal de rendición, por lo que engrosaban la categoría de traidores al Führer. Por esa razón, varios ciudadanos habían sido arrastrados hacia la calle y fusilados en el acto. El jefe del destacamento, un teniente joven, de aspecto gentil, se hizo seguir por una partida de subalternos y comenzaron, entonces, a registrar los sótanos de esa avenida, buscando a rebeldes que estaban ocultos o que habían desertado del ejército. 

Cuando la madre y el joven escucharon los pasos, se dieron cuenta que tenían que reaccionar con rapidez. No pasaron cinco minutos cuando los soldados ingresaron a a la sala. Buscaron entre todos los que estaban ahí sentados y de pie, pero no pudietron encontrar nada. El olor nauseabundo de la orina los motivó a retirarse prontamente, no sin antes solicitar a las personas que no se dejaran influir por los enemigos del Reich. Después que el último camión había abandonado el lugar, el joven salió debajo de las faldas de su madre. Junto a ella se habían dispuesto otras dos mujeres para cubrir el bulto humano que se había escondido bajo las sillas. Entonces respiraron aliviadas. 

Sorpresivamente, el muchacho abrazó a su progenitora y salió corriendo en dirección de la salida del edificio, mientras su madre corría tras él gritándole que se quedara. No alcanzó a llegar al dintel de la puerta cuando una granada estalló cerca de su posición. El espacio se llenó de humo y de silencio. La madre había caído unos metros más allá sobre unos cuantos cadáveres ya descompuestos. No fueron más que un par de minutos, pero que a ella le habían parecido eternos. Se levantó como pudo y corrió a abrazar a su hijo que estaba sentado sobre el suelo, contemplándola. Sonreía. Ella se alegró de verlo consciente y lo abrazó fuertemente, fue entonces que sintió que sus dedos se humedecían. Lo miró con ternura, mientras él la tranquilizaba: “Mamá, no te preocupes, es sólo sangre” y entonces expiró. 

Hanna (2da parte)


“Hanna, un gusto volver a verla”, dije intentando contener todas las emociones que en un abrir y cerrar de ojos aparecieron y que yo creía superadas. Observó a Daniela de la cabeza a los piés y le estrechó la mano. “Disculpen, mi torpeza- dije- Daniela, te presento a la señora Herzfeld”. Cuando terminaron de saludarse, hubo un silencio que dio paso a miradas que dijeron más que muchas palabras. “Debo ir al correo. Me alegro de haberlo visto Gonzalo. Espero que esté bien.” Se despidió amablemente de Daniela y se perdió entre miles de seres que a esa hora deambulaban por el centro. Mi amiga y yo tomamos las bicicletas dirigiéndonos hacia el paseo peatonal que bordea el Rhein. Ahí comenzaríamos nuestro tour sabatino. Durante el paseo, mi compañera iba pedaleando seria y sin hacer mayores comentarios de lo sucedido. Nos detuvimos en Remagen, donde se alzan los restos del puente que inspira la película del mismo nombre, para beber agua. “La he visto antes”, comentó.

Unos minutos más tarde prosiguió. “Su esposo fue profesor de la Universidad de Bonn, como mi padre y muchas veces los vi conversar en la cafetería del campus”.

-“Vaya, esa sí que es una casualidad. Dices que su marido fue profesor, o sea que ya no trabaja como tal?, pregunté intrigado.

-“No, ya no trabaja ahí, la verdad es que murió hace un tiempo, bueno, en realidad se suicidó”. Aquella confidencia me golpeó severamente.

-“Se suicidó?...uf, es lamentable. Ella debe haber quedado super mal”. Reflexioné sin dejar de imaginar la tragedia y a Hanna apesadumbrada y triste.

-“Gonzalo, según los comentarios que recopiló mi padre, de personas cercanas a ese matrimonio, ella le fue infiel con un estudiante y, al parecer, su marido no lo pudo soportar”.

-“Eso es entrar al mundo de las teorías y tú sabes que hasta en las elites universitarias se tejen historias que carecen de veracidad. A lo mejor se suicidó por otros motivos ­- precisé con algo de molestia y continué – a mí me dijo que estaba separada”.

 -“Qué tanto la conoces?”- inquirió mi amiga medio inquisidora.

 -“No mucho..., la verdad,  nada. Sólo algunas cosas superficiales. En realidad y pensándolo bien, no creo que le cuente algo tan terrible y personal a un extraño con el que comparte una mesa en el Pendel”. Explicité con una incertidumbre que en el transcurso de la conversación había comenzado a tomar forma. Unas nubes oscuras fueron colocándose sobre nosotros, por lo que continuamos el viaje, sin referirnos más sobre el tema, ni siquiera cuando estuvimos de vuelta en Bonn.

Sentados bajo el monumento a Beethoven, mientras observábamos a la gente que entraba y salía de la Basílica de Münster, Daniela me invitó a quedarme con ella esa tarde, en el departamento de su padre. “Mi viejo se fue a casa de su novia en Colonia y vuelve mañana a la hora del almuerzo, por lo que si quieres y no tienes otro compromiso, podemos compartir la noche, una botella de vino con algo de queso, una ensalada y la cama”. Daniela era una joven con ideas claras y asumía a cabalidad aquello que le apetecía realizar. No acostumbraba a irse con rodeos. Rara vez vacilaba a la hora de optar por algo y tomaba sus decisiones con bastante madurez. Era eso lo que más me llamaba la atención en ella. La diferencia de edad era en verdad un punto secundario y si bien no manteníamos una relación estable, nuestros intereses comunes, que habían surgido desde el primer encuentro bajo la noche estrellada de Mallorca, potenciaban la atracción mutua que nos mantenía comunicados. Cada cual era libre de hacer y deshacer a su antojo. Acepté la invitación sin oponer mayor resistencia.


El tema de Hanna quedó nuevamente sepultado hasta que una tarde, mientras me tomaba un Chai en el Starbucks, ubicado al lado del correo, y leía concentrado “Nuestros Años Verde Olivo”, la vi entrar apurada. Se dirigió hasta mi ubicación, como si me hubiera divisado con antelación.

-“Buenas tardes, Gonzalo, le importa si me siento con usted?”.

-“Por supuesto, no hay problema”, respondí con el placer que me provocaba su presencia y que evidentemente no pude disimular.

Luego de solicitar un té, fijó largamente la mirada en mis ojos. Entonces comentó lo bien que me veía con lentes, pues me daban un aire intelectual (la vez anterior andaba sin ellos puestos) y terminó refiriéndose a Daniela.

-“Supe quien era con sólo verla. Es muy parecida a su padre”, expresó antes de saborear el té que recién habían depositado sobre la mesa. Y entonces continuó hablando. –“Me imagino que le habrá contado algo de mí, ya que su padre era muy cercano a mi marido”. La admiré mientras conversaba y me sentí intrigado por su presencia en ese momento.

-“Yo creo que en cualquier grupo de personas, se tejen historias. Da lo mismo el tema. Mi amiga efectivamente la reconoció a usted y me relató algo de lo sucedido”. No quise ahondar en el tema.

-“Me cuesta creer que yo esté acá con un casi desconocido, confidenciándole algo que no le incumbe y que en realidad es un hecho muy personal”.

-“Hanna, yo no le he pedido que me cuente absolutamente nada. La verdad, y si soy sincero, me provoca curiosidad, pero también siento que se trata de algo privado y no pretendo pasarla a llevar”.

Nos quedamos en el local unas cuantas horas repasando experiencias personales, mientras el tiempo seguía sucediéndose sin que le prestáramos mayor atención. Cuando nos quedamos por fin en silencio, ella advirtió que afuera había oscurecido. Pagamos y salimos del local sin expresar más palabras que auqellas con las que se van tapando esos silencios inevitables, después de una charla tan profunda. Si bien Hanna se había animado a contarme el suicidio de su marido, no entró en mayores detalles. Tampoco quise preguntar, a pesar de todas las interrogantes que me estaban golpeando el coco. Nos fuimos caminando hasta llegar al parque universitario, entonces ella se detuvo y me tendió la mano.

- “Fue muy agradable haber compartido estas horas con usted”, me dijo siempre formal, algo que ya me estaba cansando. Entonces cogí su brazo extendido y la acerqué a mí para besar su mejilla. Sonrió, devolviéndome el beso. “Ustedes los latinos acostumbran a saludarse de besos, según recuerdo”. Asentí con los ojos. “Somos muy acogedores”, le dije. Ya me había dado cuenta que algo muy fuerte me estaba llevando hasta ella y que mis ganas de retenerla a mi lado estaban siendo cada vez más poderosas.

- “Será hasta la próxima vez” - me dijo, como si a través de esas palabras me estuviera enviando un mensaje que yo tenía que saber decodificar.

-“ Podríamos ponernos de acuerdo ahora y no dejarle al azar nuestro próximo encuentro, no le parece?. Me sorprendió mi atrevimiento.

- “Finalmente ha tomado la iniciativa, caballero,tal como me gusta que lo hagan las personas con personalidad”, dijo sin disimular la alegría estampada en sus ojos azules.

Hanna.

Al momento de su orgasmo, cogió mis nalgas fuertemente con sus manos, reuniendo su cuerpo y el mío con una pasión desaforada. Levantó su cabeza y gimió como si se fuera a morir. Una vez concluida su agitación, se quedó temblando sobre la cama. Cuando estuvo deliciosamente tumbada y tratando de recuperar la consciencia, buscó mi mano y la depositó sobre su pecho aún transpirado. “Siente”, me dijo y se quedó quieta. Su corazón era una bomba a punto de explosionar; sus ojos, que hacía rato los había fijado en los míos, me quemaban. Era una mirada que mezclaba el placer recién obtenido, con un dejo de incertidumbre (o por lo menos eso me pareció). Estuvimos un buen rato callados, con mi mano sobre su seno húmedo y blanco, cuyo latido traspasaba la piel. La habitación se llenó de un silencio interrumpido de vez en cuando por la bulla de la calle, transeúntes y bocinazos que vivían su propia rutina. No sé cuántos fueron los minutos que se sucedieron, entonces suspiró y, sin perder la postura que había adoptado, entrelazó su mano con la mía. “Te das cuenta de todo lo que provocas en mí?”. La miré sin poder descifrar lo que me decía. “No entiendo a qué te refieres”, respondí inquieto. “A todo lo que me provocas, a lo que me incitas, a todo aquello que nunca hubiera creído que alguien inspiraría en mí, luego de tantos episodios tristes. A eso me refiero”. Me sentí conmovido por un instante, ante ese reconocimiento, pero me asaltó la inquietud de no lograr comprender cabalmente la finalidad de ese diálogo. Pensé, por un momento, que ella había optado por hablar de nosotros como algo más que dos seres que durante tanto tiempo se habían buscado para dispensarse placer y un grado mínimo de ternura (para que no tuviéramos que complicarnos con la idea que entre nosotros había sólo sexo), con el propósito de no caer totalmente en las garras de la temible soledad. Esa situación me sacaba de la rutina que ambos manejábamos hacía un buen tiempo, por lo que no supe si alegrarme o preocuparme. “Al parecer te he sorprendido”, expresó levantándose para poner su cabeza sobre mi pecho. Jugueteó con sus dedos trazando caminos invisibles sobre mi piel, hasta que finalmente los deposító sobre mis labios. Entonces se acercó y me besó profundamente.

Nos conocimos casualmente en el “Pendel” un café del centro de la ciudad de Bonn, donde generalmente se reúnen universitarios e intelectuales ávidos de aventuras o simplemente con el propósito de amenguar el estrés cotidiano. Era sábado por la tarde y luego de haber hecho algunas compras, me dirigí hasta el Starbucks, cerca del correo. Como el local estaba lleno, decidí asilarme del frío otoñal en mi segunda opción, para que nos cobijara a mí y a la novela de turno que estaba degustando y para escribir algunas notas que publicaría más tarde en mi blog. El Pendel siempre era una buena elección, por su música y ambiente. Al momento de mi llegada había tan sólo dos mesas desocupadas. Una de ellas, la más pequeña (que alcanzaba apenas para tres personas) se ubicaba en un rincón bien acogedor, en la zona de los no fumadores. Me senté dándole la espalda al muro, por lo que me fue posible encontrar una sana entretención observando el movimiento permanente al interior del local. Se acercó la mesera y le pedí un espresso con un sandwich de jamón y queso en pan de molde. Veinte minutos más tarde solicité otro espresso y un Cardenal Mendoza, el brandy más exquisito que he probado. Entonces imaginé a Holger mirándome y comentando “el Cardenal Mendoza es mi nexo con la Iglesia Católica”. Mientras recreaba la anécdota de mi amigo, apareció ante mí una mujer atractiva y bien vestida, que utilizando un alemás culto me preguntó si era posible compartir la mesa. La verdad es que no había caído en la cuenta que el recinto había agotado su capacidad y que lo único libre que quedaba eran las dos sillas que bordeaban mi mesa. Asentí levantándome para ayudarla a ordenar sus cosas sobre la tercera silla; un par de libros y paquetes de tiendas exclusivas. Agradeció mi gesto y dirigiéndose a la mesera que ya se había dispuesto a su lado, le pidió un té verde y un pedazo de kuchen de quesillo. “Gracias por permitirme ubicarme acá conusted. Lo cierto es que a esta hora están todos los buenos locales llenos de gente”, me dijo mientras se ponía cómoda entrelazando sus esbeltas piernas que se ocultaban bajo medias oscuras. “No es ningún problema, a fin de cuentas ya había decidido irme”, respondí con un inexplicable rubor en las mejillas. “Permítame, por lo menos, invitarle a un espresso o un brandy, que según veo es lo que ha estado bebiendo”. Por cortesía terminé aceptando el ofrecimiento. La camarera llegó con su té y el kuchen, que mi compañera circunstancial comió placenteramente. Me deslumbró su estilo y la forma en que se arreglaba la falda. Me recordó aquellos tiempos en que las señoritas ordenaban cuidadosamente los pliegues de sus faldas, como una fiel muestra de la naturaleza femenina que las caracterizaba y en ella, esa característica, pasada de moda para algunas féminas, era notoria. “Por su acento, me imagino que es usted extranjero”, preguntó. “Si, soy sudamericano”, respondí escuetamente. “Ahhh, qué bien y de qué parte de Sudamérica?.” “Vengo de Chile”, dije mientras vaciaba la última gota de brandy. “Chile...” expresó perdiéndose por un instante en quien sabe qué cavilación. “Bonito país, de gente interesante. Recuerdo haber viajado en el tren hacia el sur con mi marido. Llegamos hasta Temuco. Me podría responder a una pregunta bastante personal?”. No me demoré en responder afirmativamente. “Qué lo trajo a Alemania, considerando lo hermoso que es su país y lo disímil que es la mentalidad de ambos pueblos?”. Entonces le conté algo de mi historia personal, mi matrimonio con Carmen, el divorcio en Alemania y las ganas de estudiar un doctorado en Ciencias Políticas. “Interesante, pero sin mucho campo por estos días. Los tiempos modernos no requieren de profesionales competentes que aporten al desarrollo político y cultural de las masas, sino más bien de opinólogos que motiven en ellas el sensacionalismo, porque es lo que vende, lo que la dirigencia de todos los partidos necesita para seguir aferrada al poder”. Dio un suspiro y sonrió, mientras terminaba de vaciar la taza. La camarera, que nos observaba inquieta hacía un buen rato, aprovechó la pausa para acercarse rápidamente y disponer platos, tazas y vasos sobre su bandeja, fugándose antes que yo pudiera solicitarle algo. A los dos minutos volvió para preguntar si deseábamos tomar alguna otra cosa. “Disculpe, pero hemos hablado hasta de cuestiones personales, por lo menos mías, y aún no nos hemos presentado”, dije con cierta coquetería. “Me llamo Hanna Herzfeld, pero me puede decir simplemente Hanna”, reveló extendiendo su mano blanca, mientras en su rostro se encendía una sonrisa, en la que sobresalían sus ojos visiblemente azules. “Me llamo Gonzalo Bustamante”. Encargamos dos brandys y continuamos explayándonos sobre la sociedad y la cultura actual. “Me encanta Roberto Bolaños, pero por momentos me parece demasiado depresivo. De vuestros poetas, de todas maneras Neruda”.

Aquella vez Hanna pagó la cuenta, aduciendo que me debía aquel momento grato. “Hacía bastante tiempo que no hablaba de tantas cosas universales, creo que desde que mi marido y yo nos separamos. Saber de su procedencia, Gonzalo, me ha hecho recordar aquellos viejos tiempos, en los que la felicidad abundaba”. Nos despedimos con un apretón de manos. “Hanna, ha sido un verdadero placer conocerla. Es una pena salir de este local sin la ilusión de volverla ver”. Me miró con cierta irritación y pensé que mis impulsos me habían jugado una vez más una mala pasada. “Creo que hay que confiar en el destino”. Entonces se levantó, tomó sus cosas y partió hacia la calle. Salí tras ella para disculparme (aunque no tenía muy claro el motivo), pero tan sólo logré toparme con un viento helado que penetraba la piel.

Hanna fue un extraño recuerdo que por varias semanas se mantuvo en el top ten de mis pensamientos, pero a medida que fui razonando todo lo que había sucedido, el interés por saber de ella fue declinando paulatinamente. En ocasiones me había sorprendido entrando al Pendel con el objetivo de verificar su presencia, pero en cada oportunidad tuve que asumir que lo ocurrido había sido solamente una casualidad y que ella no había demostrado de ninguna manera siquiera una pizca de interés por formalizar un reencuentro. Lo que en un principio me pareció hasta excitante, luego me produjo irritación. Decidí dar vuelta la hoja y concentrarme en la visita con la que disfrutaría el fin de semana.

Daniela estudiaba en Frankfurt y nos habíamos conocido durante unas cortas vacaciones en Mallorca. Ella y unas amigas habían decidido preparar un trabajo sobre la influencia del turismo masivo en la ecología de la isla. Mientras tomábamos unas copas, miraditas iban y venían. Me decidí a abordarla a pesar de sus dos amigas, que no mostraban intenciones de moverse del lugar, por lo que nos quedamos los cuatro hablando de temas convencionales y simples. Daniela laboraba para una ONG alemana, que de vez en cuando desarrollaba estudios ambientales para empresas y gobiernos regionales. No era la típica chica- alternativa de ropa artesanal, sino más bien alguien de buena cuna que mantenía un compromiso con el cuidado del planeta. Su padre, un biólogo y catedrático de la Universidad de Bonn, la había influido por su amor a la naturaleza y todo lo que estaba relacionado con ella. “Desde muy pequeña, mi padre nos llevó a mis hermanos y a mí a buscar hojas, insectos y hasta fósiles en la región del Eifel”, me había comentado con bastante orgullo.

Habíamos acordado vernos temprano el sábado para tomar el desayuno en la Teehaus (casa del té) en pleno centro de Bonn, para posteriormente realizar un breve tour en bicicleta bordeando el Rhein hasta el histórico pueblito llamado Linz. Con buen tiempo el paisaje es genial, pero incluso con llovizna es un recorrido interesante. Cuando habíamos terminado de pagar y nos disponíamos a abandonar el local, una voz que yo reconocí al instante, me saludó inesperadamente. Sorprendido, volví la mirada hacia atrás y la vi tan distinguida y más deliciosa que el día que nos habíamos conocido.

El mentiroso.

Nació de una mentira, una mentira de amor.

Su madre, una mujer sencilla, trabajaba como vendedora de cigarrillos en un bar de mala muerte, esmerándose cada día y de muchas maneras para salir de la miseria y escapar de la violencia y los vicios que la azotaban. En ocasiones, la mujer se iba con alguno de los parroquianos, perdiéndose en el hedor de la noche, con la ilusión de ganar más dinero. En una de esas citas conoció a un acaudalado hombre de negocios, Pedro Araoz de la Zeta, adicto a los bares y prostíbulos populares. La mujer, Ema era su nombre, irradiaba la energía positiva que el hombre requería para seguir viviendo a pesar de muchas enfermedades que ni todo su dinero le había ayudado a vencer. Con el paso del tiempo, fuera por gratitud o quizás por amor, Ema aceptó ser su amante y compañera, por lo que se fue a vivir con él para gozar del mundo de la opulencia, aquel de las apariencias, el dinero y el poder, que sólo a los ricos les estaba permitido. Don Pedro, su protector, la convirtió en la cortesana preferida de las veladas sociales, por lo que ella tuvo un tiempo de luces y lujos, también de mucho cuidado, pues el aristócrata se esmeraba en que la chica se sintiera emocionalmente apoyada.

Durante la Fiesta de la Primavera, Ema conoció al joven Hidalgo con quien mantuvo una relación extraña y apasionada. El muchacho, habiendo sucumbido al encanto de la cortesana, le rogó que se fuera con él, pero Ema lo mantuvo a distancia, ignorándolo un buen tiempo, hasta que una noche de luna llena, sucumbió a las caricias y besos del conquistador. Aquel episodio tuvo, entre otras consecuencias, un embarazo no deseado. Hidalgo, al enterarse de la noticia y luego de haber prometido el oro y el moro, hizo su equipaje y se perdió en silencio, dejando a Ema sumida en promesas y sueños que nunca vieron la luz. La cortesana guardó el secreto y nunca le contó a su protector de esa aventura y cuando constató el embarazo, le dijo simplemente que era su hijo, algo que el aristócrata nunca le creyó, pero que terminó aceptando en nombre del amor que Ema le inspiraba. Crisosto llegó a la vida meses antes que don Pedro cerrara los ojos definitivamente.

El hijo de la cortesana, como era conocida Ema, se convirtió en el centro de atención de jovencitas y mujeres maduras ávidas de aventuras. Muchas de ellas conocieron la desilusión de promesas no cumplidas, otras fueron simplemente una fuente de ingresos que lo mantuvieron, ciegas de amor y deseo. Crisosto no tenía límites ni prejuicios cuando se trataba de conseguir algún fin (había leído a Maquiavelo): readecuó la historia de su vida y desapareció por un tiempo, contando a la vuelta que había intentado enrolarse en las filas norteamericanas, para combatir a los alemanes, pero que no lo habían aceptado por cuestiones de salud, contó que había estado un tiempo en Buenos Aires y que se había codeado con la clase política, por lo que estaba seguro de ser un buen nexo con Chile. A su regreso a Santiago lo sorprendió la muerte de su madre, quien había partido triste y endeudada de este mundo. Ema fue víctima de la nostalgia y el desamor de su hijo quien a esas alturas de su existencia tenía, literalmente, los bolsillos vacíos. Pero el muchacho nunca desesperaba, pues siempre contaba con una damisela que lo sacaba de aquellos aprietos. Así transcurrió su vida, entre deudas, alcohol, sexo, amenazas de sus enemigos, que aumentaban, promesas que nunca cumplió y sus oraciones, pues el hombre era un ferviente creyente (atributo que había heredado de su madre). Con el tiempo pasó de ser un tipo interesante a una persona por quien la mayoría de los individuos, del círculo en el que se desenvolvía, sentía desprecio. Su relación con las burguesas y protectoras se fue diluyendo, hasta quedar en nada. No tuvo descendencia conocida y sus últimos días los pasó en un conventillo similar al que había acogido a su madre antes de su muerte.

En medio del frío y la soledad del invierno de Santiago, Crisosto cerró sus ojos con la certeza que la existencia de Dios había sido la única verdad en su agitada vida.

La espera.

Susana esperaba desde temprano. Sumergida en sus pensamientos, contemplaba la inmensidad del parque, su fuente, las flores y árboles dispuestos ordenadamente a su alrededor. Un dejo de impaciencia altera su paz, pero los murmullos de aquella mañana le devuelven la sonrisa y entonces la invade una sensación de bienestar que ni el ruido molesto de los automóviles, que van y vienen por la carretera adyacente, puede alterar.
Para paliar el tiempo, Susana se sumerge en sus recuerdos y traza con la imaginación un círculo que separa su mundo de la realidad latente, esa que no quiere revivir. Cierra los ojos y respira profundo con la disposición de agotar sus emociones; siente los dolores del amor, el placer del sexo, la satisfacción de haber sido una persona, una mujer de éxitos, elegante y atractiva.
Hace una pausa y simula fumar un cigarrillo, imaginando el estrés de los que siempre esperan, de aquellos que tienen tal vez la existencia vacía.

Prosigue. No todo fue dicha en su vida, pues también tuvo que rendirse, involuntariamente, a las incomprensiones, a la hipocresía de conocidos y gente querida; tuvo que resignarse a vivir con la soledad abrazándole el alma, con la desilusión partiéndole el corazón. Susana tuvo que enfrentar a los hijos que veían en ella tan sólo a la madre, abnegada y trabajadora, y que le negaban la ilusión de poder volver a enamorarse. Ciertamente le costó reconocer sus caprichos, la impaciencia que terminaba por descolocar al más equilibrado. Por ello nunca pudo volver a construir relaciones sentimentales permanentes, por lo que se volcó a simples momentos pasionales de sumo erotismo y sexo, como los tuvo en su juventud. Así llega a su memoria Javier, el escritor porteño, que contaba historias divertidas sobre bares y prostitutas en Valparaíso. Recuerda la vez que se conocieron; fue el mismo día en que se acostaron en un motel de mala muerte, para despedirse horas más tarde. Javier fue la vivencia más extravagante que ella pudo haber tenido, la más ordinaria, considerando su alcurnia; Susana Larraín, "hijita de papá", alumna de un respetable colegio particular y cristiano de Santiago, había perdido la virginidad con un bohemio.

Hace otra pausa y mira el reloj de una torre de la iglesia ubicada cerca del parque; es mediodía, ningún ser se aproxima y Susana sigue esperando, cada vez más inquieta.

Sonríe y piensa en los secretos que atesora. Una noche de lluvia en la parcela, no puede dormir y decide salir al balcón de su dormitorio. Desde lo alto contempla dos sombras que se mueven por el amplio jardín. Dos siluetas diferentes se encuentran, se acarician y besan. Primero no distingue, pero bajo un claro de luna cae en la cuenta que una es la sombra de su padre y la otra, su tía Adela. Por una cuestión de lealtad consigo misma, nunca comentó lo sucedido con nadie. El otro gran secreto fue más doloroso. Embarazada y a días que llegara Luisa, su hija mayor, descubre en la cocina a su esposo y su hermana María en pleno acto sexual. Tal fue la humillación y el poder de la rabia que las contracciones aumentaron al punto que Luisa nació ahí mismo. Ese fue el punto de quiebre con su hermana menor y el comienzo del desamor hacia su ex marido.

Susana despierta de sus recuerdos. Siente voces que se acercan, levanta la cabeza y dirige la vista hacia la entrada del parque; divisa entonces a su hermano Jorge, cada vez más canoso, pero arrogante siempre; a su lado María, la menor, avejentada y ahora con un gesto agrio en la boca. Un poco más allá ve a su hija Luisa, de nuevo enamorada, rodeada por sus hijos y su compañero. Susana se emociona y comienza a reconocer a cada uno de los integrantes de la familia, los que van quedando, que vienen en una procesión detrás del ataúd oscuro que trae consigo el brillo del sol.

Susana se estremece, siente frío y hace un ademán para aferrarse a sí misma. El grupo se detiene frente a ella, de entre la multitud aparece Genaro, su último amante y mejor amigo que por esas casualidades de la vida fue el gran amor de María, la menor. Dos hombres bajan cuidadosamente el ataúd hacia el fondo de la tierra, mientras los asistentes se cubren de sollozos y el cielo se abre dejando volar a sus pájaros sobre el cementerio.

Cuando los mortales se van, Susana queda sumida en un solemne silencio.