lunes, 17 de abril de 2017

El último adiós.

1945, en plena Segunda Guerra Mundial, en la pequeña ciudad de Euskirchen, familias enteras corrían desesperadamente para salvar el pellejo del ataque aéreo con el que las fuerzas aliadas pretendían lograr la rendición rápida de esa zona industrial germana. El silbido de las bombas había comenzado a extenderse por toda la región del Rhein desde la madrugada de ese día. El poder defensivo de Alemania era casi nulo, porque los soldados que estaban a cargo de la defensa antiaérea habían abandonado sus puestos de combate con la finalidad de rendirse incondicionalmente a los norteamericanos, que ya habían traspasado el Rhein. Sabían que si caían en manos de los rusos, sus horas estaban contadas. 

Los sótanos hacinados los repletaban ancianos, mujeres y niños asustados, hambrientos e indefensos, todos compartiendo un mismo destino y envueltos en su propia miseria; llevando consigo ese olor propio de la guerra que al parecer es el de los que saben que pronto van a morir. En un rincón de esa gran habitación, carente de ventanas, un joven hablaba con su madre tratándola de convencer que lo dejara partir. Ella lloraba balbuceando que no tendría oportunidad alguna de sortear el infierno que cubría la ciudad. El muchacho, entonces, se quedó con ella. Unos pasos más allá un hombre cubría con sus brazos a un bebé que no era el suyo y a su lado, una mujer vieja y cansada tosía desgarradormente hasta vomitar sangre. Afuera, las bombas habían hecho una pausa, dejando un cuadro gris, impregnado por el hedor de los muertos. 

Inesperadamente, se pudo oir el ruido de varios camiones. Eran grupos de soldados pertenecientes a las SS, que andaban controlando a los alemanes que osaban poner una bandera blanca en sus ventanas como senal de rendición, por lo que engrosaban la categoría de traidores al Führer. Por esa razón, varios ciudadanos habían sido arrastrados hacia la calle y fusilados en el acto. El jefe del destacamento, un teniente joven, de aspecto gentil, se hizo seguir por una partida de subalternos y comenzaron, entonces, a registrar los sótanos de esa avenida, buscando a rebeldes que estaban ocultos o que habían desertado del ejército. 

Cuando la madre y el joven escucharon los pasos, se dieron cuenta que tenían que reaccionar con rapidez. No pasaron cinco minutos cuando los soldados ingresaron a a la sala. Buscaron entre todos los que estaban ahí sentados y de pie, pero no pudietron encontrar nada. El olor nauseabundo de la orina los motivó a retirarse prontamente, no sin antes solicitar a las personas que no se dejaran influir por los enemigos del Reich. Después que el último camión había abandonado el lugar, el joven salió debajo de las faldas de su madre. Junto a ella se habían dispuesto otras dos mujeres para cubrir el bulto humano que se había escondido bajo las sillas. Entonces respiraron aliviadas. 

Sorpresivamente, el muchacho abrazó a su progenitora y salió corriendo en dirección de la salida del edificio, mientras su madre corría tras él gritándole que se quedara. No alcanzó a llegar al dintel de la puerta cuando una granada estalló cerca de su posición. El espacio se llenó de humo y de silencio. La madre había caído unos metros más allá sobre unos cuantos cadáveres ya descompuestos. No fueron más que un par de minutos, pero que a ella le habían parecido eternos. Se levantó como pudo y corrió a abrazar a su hijo que estaba sentado sobre el suelo, contemplándola. Sonreía. Ella se alegró de verlo consciente y lo abrazó fuertemente, fue entonces que sintió que sus dedos se humedecían. Lo miró con ternura, mientras él la tranquilizaba: “Mamá, no te preocupes, es sólo sangre” y entonces expiró. 

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